En una guerra no hay ni buenos ni malos. En una guerra sólo hay muerte y dolor. En una guerra, la línea divisoria entre víctimas y victimarios es tan frágil como la moral de quien ha visto morir a un hermano y es tan fuerte como el odio macerado por los años.
El horror de una guerra sólo lo puede comprender quien la ha vivido. La desgracia de dos pueblos enfrentados desde casi cien años no puede asimilarse con el sumario del telediario matutino, ni tampoco buscando en wikipedia “conflicto árabe-israelí”. La situación que se vive en Gaza es resultado de un largo proceso de guerras, conflictos y negociaciones fallidas; peor aún es sólo un capítulo en una larga lucha que parece continuar y que sólo empezará a solucionarse el día que la razón triunfe sobre el egoísmo. En un mundo que se vanagloria de sus adelantos tecnológicos, sus obras maestras, grandes construcciones, la globalización… resulta vergonzoso que aún busquemos en la guerra una manera de hacernos escuchar y de sobreponer nuestras ideas a las del enemigo. Se desata un conflicto armado y enseguida oímos a todo el que tenga un micrófono en la mano ponerse a favor de uno de los dos bandos; el más crítico sale con una estrella de David en la mano o con una kufiyya en la cabeza; se buscan culpables, excusas, estrategias militares y no se entiende de una buena vez que allí, a miles de kilómetros están muriendo seres humanos, y que la única forma de salvarlos es abogando por la paz. La paz, una palabra tan corta pero que nos queda tan grande. Dejemos de politizar para nuestro propio beneficio, una guerra que ni siquiera entendemos, porque no se trata de un conflicto entre PP y PSOE, ni un enfrentamiento entre conservadores y progresitas, pro-yankees o izquierdistas; se trata de la muerte de miles de niños tan pequeños, tan frágiles, tan débiles; utilizados como carne de cañón, sangre derramada por el poder político, o militar, o territorial, o nuclear ya no sabemos; los asesinaron unos y otros dejaron que lo hicieran. Todos somos culpables.
El horror de una guerra sólo lo puede comprender quien la ha vivido. La desgracia de dos pueblos enfrentados desde casi cien años no puede asimilarse con el sumario del telediario matutino, ni tampoco buscando en wikipedia “conflicto árabe-israelí”. La situación que se vive en Gaza es resultado de un largo proceso de guerras, conflictos y negociaciones fallidas; peor aún es sólo un capítulo en una larga lucha que parece continuar y que sólo empezará a solucionarse el día que la razón triunfe sobre el egoísmo. En un mundo que se vanagloria de sus adelantos tecnológicos, sus obras maestras, grandes construcciones, la globalización… resulta vergonzoso que aún busquemos en la guerra una manera de hacernos escuchar y de sobreponer nuestras ideas a las del enemigo. Se desata un conflicto armado y enseguida oímos a todo el que tenga un micrófono en la mano ponerse a favor de uno de los dos bandos; el más crítico sale con una estrella de David en la mano o con una kufiyya en la cabeza; se buscan culpables, excusas, estrategias militares y no se entiende de una buena vez que allí, a miles de kilómetros están muriendo seres humanos, y que la única forma de salvarlos es abogando por la paz. La paz, una palabra tan corta pero que nos queda tan grande. Dejemos de politizar para nuestro propio beneficio, una guerra que ni siquiera entendemos, porque no se trata de un conflicto entre PP y PSOE, ni un enfrentamiento entre conservadores y progresitas, pro-yankees o izquierdistas; se trata de la muerte de miles de niños tan pequeños, tan frágiles, tan débiles; utilizados como carne de cañón, sangre derramada por el poder político, o militar, o territorial, o nuclear ya no sabemos; los asesinaron unos y otros dejaron que lo hicieran. Todos somos culpables.